«Ni mis compañeros ni yo habíamos cometido delito alguno»

Responsable: Patricia Alonso Galbán

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Fusilamiento de los ocho estudiantes de medicina.
Fusilamiento de los ocho estudiantes de medicina. Cuadro del pintor Manuel Mesa. Foto: Granma

Uno de los crímenes más horrendos cometidos por el colonialismo español en Cuba, fue sin lugar a dudas el fusilamiento de los ocho inocentes estudiantes de medicina, ocurrido el 27 de noviembre de 1871.

Han transcurrido casi ciento cincuenta años de aquellos terribles hechos y nuestro pueblo cada vez que conmemora esa luctuosa fecha se estremece de dolor, porque esa herida aún permanece abierta y jamás se cerrará.

Todo comenzó en la tarde del 23 de noviembre, cuando un grupo de estudiantes de medicina del primer año esperaban al profesor de anatomía, en el anfiteatro anatómico del antiguo Asilo de San Dionisio, continuo al Cementerio de Espada.

Su ubicación actual corresponde a las calles San Lázaro, Vapor, Espada y Aramburo, como limitantes del cementerio y el anfiteatro anatómico, colindando con este por su lado de Vapor. Los estudiantes se dispersaron por el camposanto. Unos dieron vueltas subidos a la carretilla donde conducían los cadáveres. Otro arrancó una flor y el resto jugaban entre sí lanzándose piedras, entre uno y otro comentario o burla. Eso fue lo que ocurrió.

«Profanaron la tumba de manera intencionada de Don Gonzalo Castañón y rayaron el cristal de su nicho» esto fue lo que dijeron las autoridades españolas que sucedió.

El doctor Isidro Teodoro Zertucha y Ojeda, de 94 años de edad, es uno de los supervivientes de los estudiantes fusilados el 27 de noviembre de 1871. Foto tomada en noviembre de 1946. Foto:

Teodoro Zertucha tenía diecinueve años cuando ocurrieron aquellos funestos sucesos y no se encontraba allí aquella tarde. Cuando lo entrevistaron en noviembre de 1946, contaba con noventa y cuatro años de edad y permanecía recluido en la Sala Inclán en la Quinta Covadonga, en La Habana (hoy Hospital Salvador Allende).

Este venerable anciano al igual que Fernándo Méndez Capote, eran en aquella época, los únicos supervivientes que existían de aquellos trágicos acontecimientos. Increíblemente el doctor Zertucha estaba muy lúcido. Recordaba todo, o casi todo lo ocurrido con sus compañeros de clase.

Por unas amistades se enteró de que los voluntarios tenían cercados en aula a sus compañeros. No obstante, decidió presentarse y correr la misma suerte que ellos.

Dijo Zertucha: «Ni mis compañeros ni yo habíamos cometido delito alguno para que se nos detuviera… No tuve dificultades para entrar. Me dejaron hacerlo con la pasión del que ha tendido una trampa y espera, sin impacientarse, a que sus víctimas vayan cayendo en la, misma.

«En el aula me enteré que por la mañana el Gobernador y los voluntarios habían intentado detener al segundo curso de Anatomía, pero que su profesor, el doctor Sánchez de Bustamante, se había opuesto. Por la tarde regresaron, pero se dirigieron al aula del doctor Valencia, quien no opuso la más leve resistencia y dejó que nos detuvieran con su anuencia, entregando las listas de clase a las autoridades que las reclamaban, garantizando a algunos, pero no a todos.

«Un poco más tarde se nos trasladó a la cárcel, que estaba entonces en lo que es hoy la explanada de los Mártires. Por la puerta de Prado fuimos entrando directamente a la Sala de la Audiencia y allí, en la misma mesa donde se decidieran horas más tarde la vida de ocho de los nuestros y el destino de los restantes, comimos aquella noche.

«Un celador entró a tomarnos declaración. Aquel hombre honrado nos confesaba que ignoraba de qué se nos acusaba, porque a juzgar por las declaraciones él no encontraba delito alguno por el que se nos pudiera juzgar. Después nos llevaron a la Jaula, que era un depósito de chinos, según íbamos declarando.

«El día que nos detuvieron era sábado. El domingo siguiente lo pasamos en la Jaula. De la calle llegaban rumores de que los voluntarios iban a pedir las cabezas de nosotros. Estábamos serenos. No habíamos cometido delito alguno.

«Como a las siete de la noche de aquel domingo los voluntarios celebraban una parada. Una compañía del Quinto Batallón, al desfilar, gritó: «Mueran los estudiantes…»

«En la cárcel sólo rumores llegaban hasta que ya de noche percibimos el ruido de una muchedumbre que protesta en las afueras de la prisión. La campana del penal tocó a rebato. Los familiares que nos habían visitado aquel domingo, tuvieron que retirarse, presos de la mayor inquietud.

«Quedamos incomunicados. El rugido de aquella ola humana que reclamaba nuestras vidas se fue extinguiendo después que en la prisión se adoptaron medidas excepcionales para evitar una catástrofe».

Doctor Fernando Méndez Capote, superviviente del fusilamiento de los estudiantes de medicina, el 27 de noviembre de 1871. La foto corresponde a noviembre de 1946. Foto: Bohemia

LOS JUICIOS

«El lunes, — continúa el doctor Zertucha–, nos hicieron bajar. En un portal, adentro de la prisión, estaba constituido el Consejo de Guerra. Nos formaron. Escuchamos las acusaciones. No pudimos escuchar el discurso del capitán Federico Capdevila.

«Sólo supimos que su defensa había excitado a los voluntarios, al extremo de que habían intentado matarle, y para evitarlo recurrieron a sus espadas tanto Capdevila como los demás miembros del Consejo de Guerra. La sentencia del Consejo aquél era arbitraria, pero no condenaba a ninguno a la pena de muerte. Por eso no satisfizo a los voluntarios. Y fue anulada. Vino el segundo Consejo de Guerra.

«En esta ocasión nos fueron llamando uno a uno, primero; después a todos juntos. Cuándo me tocó declarar, el fiscal me preguntó qué sabía yo que habían hecho los estudiantes en el Cementerio. Yo respondí que lo ignoraba todo. Esa fue mi salvación.

«A los que eran un poco explícitos y declaraban alguna cosa sin importancia los declaraban culpables. Fue así como Alonso Alvarez de la Campa fue considerado responsable al confesar, ingenuamente las infantiles actividades del carretón y el detalle sin importancia de que del jardín del cementerio él había arrancado una flor.

«Recuerdo detalles de aquel Consejo, —continúa diciendo el doctor Zertucha—. Sus integrantes no eran militares, sino voluntarios, pero estaban sin armas. También recuerdo que en el patio de la cárcel estaban sentados en un cajón, con la cabeza entre las manos, los generales jefes de los cuerpos de artillería e ingenieros.

«Estaban arrestados por los voluntarios. Estos se habían enterado de que los jefes militares consideraban como un motín la forma de conducirse y demandaban medidas de rigor para hacerlos entrar en razón y respetar la Ley. También nos enteramos en aquellos momentos que el comandante de la fragata de guerra española «Zaragoza» había estado en Palacio.

«Quería desembarcar a los marineros de su barco para contener a los voluntarios amotinados. El Capitán General Romualdo Crespo rechazó los ofrecimientos del caballeroso marino, por temor a que los voluntarios se exaltaran más y dispersándose por la ciudad cometieran toda clase de desafueros».

Primera misa celebrada el 27 de noviembre de 1899, ante la pared del Cuartel de Ingenieros que existía al lado del Castillo de la Punta, donde fusilaron a los estudiantes el 27 de noviembre de 1871. Foto: Archivo de Granma

LA SENTENCIA

«Nos devolvieron a la Jaula–, sigue relatando el doctor Zertucha–. Como a las tres de la tarde se escuchó un toque de silencio. El sordo rumor de la muchedumbre que en las afueras de la prisión rugía sin cansancio, fue acallándose lentamente.

«De la galera contigua a nosotros, los presos comunes que en la misma estaban y que por su proximidad a la calle podían observar mejor, nos trasmitían los detalles. Nos dijeron que fusilarían a uno. Las voces de la calle volvieron a rugir.

«Otro toque de silencio. Los presos nos comunicaron entonces que fusilarían a dos. Las voces volvieron a rugir. Otro toque de silencio y la muchedumbre de voluntarios y toques de silencio, fuimos enterándonos que se fusilaría a 8… Consternados nos mirábamos unos a otros. ¿Quiénes de nosotros serían los elegidos para ser llevados al paredón?

«Esa era la terrible interrogación que nos hacíamos. La angustia nos colmaba todo y anulaba cualquier otro sentimiento… Había pavor en las almas. Habíamos perdido la fe en la justicia… «Separaron primeramente a los cuatro que habían confesado que en el Cementerio, una tarde, habían tomado el carro donde se conducían los cadáveres de los pobres de solemnidad, para dar una vuelta por dentro del mismo Cementerio, mientras llegaba el profesor.

«¡Qué ajenos estaban ellos cuando dieron aquella vuelta, que estaban sellando sus destinos y que en ese mismo carro, unas horas más tarde, se llevarían sus cadáveres al cementerio!

«Alonso Alvarez de la Campa fue también sacado. Había jugado con un rosal arrancándole una flor. Ese era todo su delito. Con él se completaban cinco. Los colocaron en una bartolina. Faltaban tres. Vimos entonces venir hacia la galera donde estábamos a un coronel de voluntarios, seguido de varios oficiales.

«Traía en las manos un papel. Leyó tres nombres. Uno era Bermúdez, sí, Anacleto Bermúdez. Otro era Marcos Medina. Del tercero no puedo acordarme ahora. Pero con esos tres completaban los ocho».

Tarja que recuerda el lugar donde fueron fusilados los ocho estudiantes de medicina el 27 de noviembre de 1871. Foto: Archivo de Granma

EL MOMENTO MÁS TERRIBLE

«Fue el momento más terrible de mi vida» –, continúa explicando el doctor Zertucha–. Y después agrega: «Jamás olvidaré aquella despedida. Cada uno fue desembarazándose del reloj, de las prendas, del pañuelo y lo fue repartiendo entre los que allí estábamos».

«Hubo abrazos y hubo lágrimas… Los sacaron rápidamente y los reunieron con los otros. En la galera había un silencio sepulcral. Nos mirábamos como aterrados. Recuerdo perfectamente que yo estaba cerca de la puerta y los vi salir uno a uno, mientras en sus manos inocentes los voluntarios ponían esposas.

«Vimos entrar ocho curas. Eran los confesores. Media hora más tarde vimos salir a nuestros compañeros. Iban con las manos esposadas. Junto a cada uno de los condenados marchaba el confesor pidiendo al cielo que recibiese aquellas almas inocentes.

«Marcharon por entre una doble fila de voluntarios que los miraban indiferentes. Levantando las manos esposadas cuando pasaban por cerca de nuestra galera nos decían adiós. Iban serenos. Yo los vi ir…

«Escuchamos una descarga. Se había cometido el horrendo crimen… Yo tenía 19 años. Teníamos la suficiente cultura para no acusar a España de ese crimen, pero si a los voluntarios que no eran España…»

Estudiantes cubanos desterrados en 1871. Sentado en el suelo, a la extrema derecha, el doctor Teodoro de la Cerra y Dieppa. Santiago de Compostela, 30 de enero de 1873. Foto:

LAS CANTERAS

«Apenas si el eco de los disparos se había perdido, aunque nosotros lo percibimos durante mucho tiempo y aun creo percibirlo yo, a pesar de los años, cuando el mismo coronel de voluntariosretornó a la galera. Leyó los nombres y las condenas.

«Yo tenía que cumplir cuatro años de presidio. Sin tiempo para nada nos sacaron de aquella galera y atravesando una doble fila de voluntarios que nos gritaban: «A las canteras, a las canteras… a las canteras…», pasamos al Presidio Departamental, como se le llamaba entonces».

«Nos quitaron las ropas de civiles que hasta ese momento vestíamos y nos entregaron el uniforme de los presidiarios. En los pies un grillo de tres eslabones fue remachado. Nos dieron además un número. Yo era el A-144. La letra era de la galera a donde estaba destinado. Por el momento todos fuimos a la misma galera.

«A las cuatro de la mañana del 28 de noviembre ya estábamos camino de las canteras. El grito de venganza de los voluntarios se saciaba en nosotros con ímpetu brutal. Nos pusieron a cargar cantos. Estos medían una vara de largo por tres varas de grueso. Entre tres teníamos que cargarlos para colocarlos encima de una carreta.

«Los carreteros levantaban la yunta de bueyes para que la carreta bajara. En ese momento nosotros teníamos que empujar el canto hacia la plancha de la carreta.

«Cuando nos vieron las manos sangrantes nos dieron un remedio casero. Consistía en empaparnos las manos de sebo y orina. Aseguraban que las manos se endurecían y soportaban mejor la faena. En la misma cantera almorzábamos. De una bodega cercana nos enviaban la comida. La cantera era un barranco. En lo profundo estaban los presidiarios mezclados con los cabos de vara y los carreteros.

«En lo alto, los guardias armados con rifles. Allí estábamos treinta y un estudiantes. Por la tarde, ya anocheciendo, nos llevaron a pie por todo el litoral a la calle de San Lázaro hasta el Presidio Departamental, donde dormimos para volvernos a levantar al otro día a las cuatro de la mañana. Y así otro día y otro… hasta completar tres meses.

«La cuadrilla la integrábamos unos cien presos. Todos estaban condenados por causas políticas. La cantera era la misma donde José Martí, dos años antes había sufrido y padecido, como sufríamos y padecíamos nosotros ahora.

«A los tres meses nos sacaron de la cantera. En distintos departamentos fuimos repartidos. Unos fueron a la Quinta de los Molinos que era entonces residencia veraniega de los capitanes generales a trabajar como criados, barriendo y limpiando. Yo fui trasladado a la sastrería. Después ingresé en la banda del penal, valiéndome de que conocía un poco la flauta. Y allí fue donde la aprendí bien».

Supervivientes del 27 de noviembre de 1871. Parados, de izquierda a derecha: Doctor Fernándo Méndez Capote, doctor José Ramírez y Tovar, doctor Luis Córdova y Bravo, doctor Antonio Reyes y Zamora, Francisco de Armona. Sentados, de izq. a derecha: Angel Valdés Cajigal, doctor Mateo Trías, doctor Isidro Zertucha. Foto: Archivo de Granma

EN LIBERTAD

«Una mañana nos mandaron a formar. Eran las cuatro de la madrugada. A esa hora no sólo sacaban a los presos que iban a las canteras, sino también a los que iban a La Cabaña a cortar yerba y a realizar otros trabajos. Nos trasladaron, junto con la cuadrilla que iba a La Cabaña, al pescante de La Punta, donde los embarcaban.

«Allí vimos que además de la lancha para ese traslado, había otra de la Marina de Guerra. Además junto al embarcadero había veinticinco hombres de infantería de marina y un cañón. Nos embarcaron. Con sorpresa para nosotros, nuestra lancha no se dirigió a La Cabaña, sino hacia la fragata de guerra «Zaragoza», que estaba anclada en medio de la bahía.

«Los infantes de marina, con el cañón, nos seguían en otra lancha. Inmediatamente que estuvimos a bordo nos formaron. El comandante del barco nos informó que estábamos en libertad desde aquel momento, pero aun cuando no estábamos desterrados, nos suplicaba que no abandonásemos el barco y que desembarcáramos en cualquier lugar que no fuera Cuba.

«Yo fui a Barcelona. Allí terminé mi carrera. Después regresé a Bejucal, donde he ejercido hasta hace un año. El mismo día en que cumplí los noventa y tres años, hice mi última receta».

Fuente:

Libro 27 de noviembre de 1871, de Fermín Valdés Domínguez, octava edición, Universidad de La Habana, Comisión de Extensión Universitaria, 1969.

Revista Bohemia, 24 de noviembre de 1946.

Comentarios (1)
  • Muy buen artículo, hace falta que se publique más y se hable sobre este horrendo hecho.

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