Si no sabemos para qué está programado algo, lo más probable es que nos esté programando a nosotros. Nuestros dispositivos inteligentes evolucionan más rápido que nuestra biología. (Team Human, Douglas Rushkoff)
La pandemia de COVID-19 surtió efectos más allá de lo biológico y, en algunos casos, fue una suerte de amplificador de fenómenos previos. Si bien está claro que los entornos digitales ya eran dominantes antes del SARS-CoV-2, el hecho de que con el confinamiento también pasaran a ser obligatorios hizo que las investigaciones sobre el mundo hiperconectado también crecieran y que se empezara a hablar cada vez más de “competencias” para manejarse dentro de la virtualidad.
Mucho se dijo sobre que los docentes debían adquirir “competencias” para dictar clases por videollamada y de la transformación que no sólo debía darse desde las máquinas, sino también desde las personas detrás de ellas. Estas habilidades tenían que ver con el saber. Sin embargo, ante un escenario en que las fake news contaron con un ambiente favorable para propagarse (incluso más que el virus) se empezó a hablar de “otras competencias” para protegerse de la desinformación, habilidades que en un principio podían sonar paradójicas, pero que no lo son: saber qué ignorar.
Bajo la premisa de que el mundo digital está construido artificialmente y moderado por herramientas algorítmicas (y gran parte de la información proviene de fuentes no examinadas) el estudio Critical Ignoring as a Core Competence for Digital Citizens (Ignorar críticamente como una competencia central para los ciudadanos digitales), publicado en Current Directions in Psychological Science (SAGE Journals) indica que la competencia de ignorar críticamente debe estar incluida dentro de la alfabetización en información digital.
Esto quedó evidenciado en un contexto en el que las informaciones engañosas encuentran un “caldo de cultivo” para propagarse incluso más que el virus (una pandemia por un patógeno desconocido, incertidumbre y sobreabundancia de información en distintas fuentes, entre ellas las redes sociales).
Poco tiempo atrás, en Argentina, una cadena de WhatsApp que hablaba sobre los síntomas de “la nueva variante del coronavirus COVID-Omicron XBB”, que supuestamente era “diferente, mortal y nada fácil de detectar”, fue desestimada por el Ministerio de Salud de la Nación, que pidió a la población informarse a través de sus canales tradicionales. Con todo, el mensaje se propagó por los mismos motivos que otro tipo de lectores que ejercen la vigilancia epistémica podrían ignorarlo: terminaba con la frase “no guarde esta información para usted, compártala todo lo posible con otros familiares y amigos”.
Con esta frase, no se “alimenta” la necesidad de estar informado, sino de sentirse partícipe, una pieza necesaria para “desenmascarar” todo lo que en teoría se quiere “ocultar”. Es ahí donde la información engañosa y de baja calidad encuentra su llave de entrada y, según los autores del estudio, se vuelve “cognitivamente atractiva”.
De hecho, estos mensajes pueden ser comparables con la comida chatarra: sabemos que puede ser mala por su exceso de grasa, sal y azúcares, conocemos que no es nutritiva, pero cuando la consumimos queremos satisfacer otras ansias: la de ser sobreestimulados y buscar una recompensa a corto plazo, por más que no hayan beneficios futuros o, incluso, hasta daños. Si volvemos a la cadena de WhatsApp, muchas de las personas que comparten este tipo de mensajes incluso pueden sospechar de su “no veracidad”, pero igual los reenvían “por las dudas”. Porque ¿cómo perderse de la recompensa de desenmascarar una supuesta verdad que se mantiene en lo opaco?
También están quienes buscan reafirmar con estos mensajes sus propias creencias, premisa que tampoco escapa a los medios tradicionales, fuentes que históricamente se consideraban “más confiables” pero que hoy entran en crisis por la horizontalidad de la información.
En otro reciente trabajo publicado por Cambridge University Press, su autor, Daniel Williams postuló que los medios no son más que un mercado de racionalizaciones (de hecho, el trabajo se llama así, The marketplace of rationalizations). Es que por más que mantengan una ilusión de imparcialidad, terminan por ser un mercado de justificaciones para las ideas previas de los lectores que los eligen.
Más allá de las múltiples iniciativas de verificadores de hechos o fact checkers basados en las búsquedas horizontales para “ir al hueso” en los hechos (o en este caso, en la evidencia científica), ellas no bastan para convencer por sí solas a quienes no quieren ser convencidos, si eso implica cambiar una conducta que puede tener un alto costo metabólico (como cuestionarse sus creencias previas). En este caso, se puede hablar de ignorancia motivada racional, es decir cuando el costo de adquirir un conocimiento supera los beneficios de poseerlo. Si volvemos a la comparación con la comida, tenemos la certeza que una pechuga de pollo sin piel con ensalada es saludable. Pero si queremos la hamburguesa con papas fritas, la vamos a seguir eligiendo, más allá de tener la información sobre su baja calidad nutricional.
¿Qué impacto tiene enumerar datos sin plantear una llegada que apunte a lo emocional, es decir, a las historias? Este debate puede darse o no en la sociedad, pero autores infieren que suele darse entre quienes manejan la información y buscan generar un determinado efecto en los receptores/ consumidores. En su libro The Age of Addiction (La era de la adicción), David Todd Courtwright habla de capitalismo límbico, al que describe como “un sistema empresarial tecnológicamente avanzado pero socialmente regresivo» en el que las industrias globales «fomentan el consumo excesivo y la adicción”.
Y sigue: “Lo hacen apuntando al sistema límbico, la parte del cerebro responsable de sentir y de reaccionar rápidamente, a diferencia del pensamiento desapasionado. Las vías del sistema límbico de las neuronas en red hacen posible que el placer, la motivación, la memoria a largo plazo y otras funciones vinculadas emocionalmente sean cruciales para la supervivencia. Paradójicamente, estos mismos circuitos neuronales hacen posibles ganancias de actividades que van en contra de la supervivencia, ya que las empresas han convertido la obra de la evolución en sus propios fines”.
Ahora volvamos al trabajo inicial sobre ignorar críticamente, en el que los autores postulan que la información engañosa y de baja calidad en línea puede captar la atención de las personas, a menudo provocando curiosidad, indignación o enojo. Y que resistirse a ciertos tipos de información y actores en línea requiere que las personas adopten nuevos hábitos mentales que los ayuden a evitar ser tentados por contenidos llamativos y potencialmente dañinos. En concreto para poder adquirir el poder de ignorar, es decir, ejercer la ignorancia crítica se revisaron tres estrategias cognitivas.
La primera de ella es el auto-empujón, en el que uno ignora las tentaciones eliminándolas de los entornos digitales. Esto aplica hacer cambios en el entorno para no ejercer una fuerza de voluntad sobrehumana. Algo así como una “dieta de información” al dejar fuera de nuestro alcance los chismes en línea o bloquear determinadas ventanas. Muy comparable a no comprar paquetes de galletitas dulces “por si vienen las visitas”.
La segunda estrategia analizada es la lectura lateral, en la se examina la información al constatar la fuente y al verificar su credibilidad en otros sitios en línea. Es la estrategia de los verificadores de hechos o fact checkers, buscar al autor, la organización de la que proviene la información y las afirmaciones en otros lugares diferentes.
La tercera es la heurística de no alimentar a los trolls, que aconseja no recompensar con atención a los actores malintencionados. A lo que refiere esta estrategia es ignorar activamente a las personas que emiten mensajes malintencionados o acuden al acoso en línea para intimidar o silenciar voces opuestas. A los trolls se los afronta ignorándolos, es decir, retirarles a estas personas la recompensa social negativa. Para su éxito, esta estrategia tiene dos reglas: la primera es no responder directamente a los trolls y la segunda es bloquearlos y reportarlos a la plataforma.
En 2012, mucho tiempo antes de que la mayoría de las personas conociera el significado de este término, el escritor y periodista argentino Nicolás Mavrakis publicó el libro de cuentos No alimenten al troll. El relato que le da título al volumen se construye a través de e-mails que un troll, desde una cuenta que no da pistas de su identidad, le escribe a Nicolás Mavrakis una suerte de confesión en la que narra lo fácil que es ejercer conductas dañinas en el entorno digital. De hecho, por sencillo y hasta por lúdico habla de los distintos sitios web (entre ellos los de noticias), como playgrounds para estos operadores. “Puedo derrumbar cualquier portal de noticas en tres días y cuatro minutos de trolling”, confiesa en un intercambio epistolar. Y agrega en otro e-mail, conciente de la horizontalidad de la información de estos tiempos: “No se trata de desinformar. Se trata de desterritorializar un terreno restringido a la necesidad de estar informado. Hacktivismo”.
Mavrakis anticipó desde la ficción un tema que hoy está en boca de teóricos y ciudadanos digitales. Ahondó en las motivaciones del troll y en por qué es tan irresistible contestar a sus provocaciones. Pero también en los intereses, corporativos u organizacionales detrás de estos agentes anómimos. En distintos mensajes al Mavrakis personaje, el troll escribió: “Un troll opera por vanidad. Necesita desmoronar el orden de cualquier comunidad digital para probar que existe”. “Un troll no sabe que lo único que logra así es reafirmar la existencia del orden”. “¿Saben que esperan las corporaciones de nosotros? Esperan que nos transformemos en un comment de lo Real.” Y en referencia a quienes caen en sus provocaciones, el troll pidió: “No los culpen, son respuestas automáticas a estímulos reales”.
Si volvemos a la pandemia, los autores que recomiendan ignorar críticamente, citaron ejemplos reales. Entre ellos están que “cerca del 65% del contenido antivacunas publicado en Facebook y Twitter entre febrero y marzo de 2021 se atribuye solo a 12 personas” (Center for Countering Digital Hate, 2021). Y también desenmascararon algunas tácticas, como que “los teóricos de la conspiración y los negacionistas tienen la estrategia de consumir la atención de la gente al crear la apariencia de un debate donde no existe” (Orestekes & Conway, 2011).
Y cerraron con una advertencia a modo de señal de alarma o red flag para sospechar de mensajes engañosos, muy comparable con las líneas finales de la apócrifa cadena de WhatsApp que circuló días atrás en Argentina, en las que se pedía a los lectores “mantener una comunicación vigilante” y no guardar la información, sino compartirla todo lo posible. Los autores del trabajo publicado en SAGE Journals concluyen: “En una era en la que la atención es la nueva moneda, la advertencia de ‘prestar mucha atención’ es precisamente lo que explotan los comerciantes de atención y los agentes malintencionados”.
Del contexto actual y de las recientes investigaciones, podemos desprender que protegernos de las noticias engañosas es posible, pero esa tarea demanda un esfuerzo. Porque aprender es cambiar las conductas. En esta columna brindamos y aplicamos información. Estará en cada lector tomarla o ignorarla deliberadamente.
Referencias:•Kozyreva, Anastasia; Wineburg, Sam; Hertwig, Ralph. Critical Ignoring as a Core Competence for Digital Citizens. Current Directions in Psychological Science (SAGE Journals), 2022, Nov 8.
•Williams, Daniel. The marketplace of rationalizations. Economics and Philosophy, Cambridge University Press, 2022, Mar 3.
• Courtwright, David Todd. The Age of Addiction: How Bad Habits Became Big Business, Belknap Press, 2019.
• Mavrakis, Nicolás. No alimenten al troll, Ed. Tamarisco, 2012
Tomado de Intramed.