Colaboración

Voces del Henry Reeve (XI). La última misión del Dr. Graciliano: diálogo y epílogo desde la eternidad

El 22 de octubre se cumplieron 11 años de la llegada a Liberia y a Guinea Conakry de los colaboradores cubanos que combatieron el ébola. Este es un homenaje a ellos:

¿Quién es este hombre que, a pesar de su ausencia, sigue caminando entre las sombras  de su natal Santiago dejando su  huella  intacta en quienes lo vieron trabajar y escucharon sus palabras sobre medicina,  la vida, o  ese amor por el prójimo que solo los grandes poseen?

Lo conocí cuando se preparaba para partir hacia Guinea Conakry. Estaba a punto de embarcarse y su rostro no mostraba miedo. En 2016, nuestros caminos se cruzaron nuevamente (también a cuentas del Contingente “Henry Reeve”), esta vez a bordo de un avión rumbo a Haití, junto a otros 37 especialistas cubanos que apoyarían a esa isla tras el paso del huracán Matthew. Yo aprovechaba el vuelo haciendo entrevistas para mi TV Cubana; algunos de sus colegas fingían dormir para esquivar el micrófono y la cámara. Pero Graciliano no.

Fue así como “el Loquillo” y yo nos acercamos a él en lo que, aunque parezca minúsculo, sigue siendo un gesto inolvidable para cualquier equipo de prensa. Después estuve totalmente de acuerdo con el Dr. Tobías: «Graciliano tiene una calma y una seguridad que sorprenden».

Integrante de la primera brigada cubana que auxilió al pueblo de Lombardía, azotado por la pandemia, Graciliano apenas descansó luego de regresar de Italia y se sumó a la tarea de salvar vidas en su Santiago de Cuba.

En esa batalla contra la COVID-19 lo perdimos físicamente, víctima del propio virus.

Hoy, estudiantes de Medicina investigan su vida, y el policlínico conocido como el de “El Hoyo”, en el Consejo Popular Flores, lleva su nombre: Policlínico Docente Municipal “Doctor Graciliano Díaz Bartolo”.

Han creado una distinción en su honor, e incluso una Cátedra Honorífica Multidisciplinaria con el objetivo de preservar y difundir su legado. Entre los objetos donados por su familia al sitio histórico del policlínico se encuentra un chaleco de la Brigada “Henry Reeve” y una taza con las imágenes de Fidel Castro y Hugo Chávez.

Para saber más, decidimos hoy cruzar la barrera de lo lógico y visitar por unos minutos la eternidad. Que me perdonen los lectores más sensatos… A veces es preciso irrumpir en la memoria —como quien entra por la puerta trasera del tiempo— y conversar con los que ya no están, pero siguen dictando el curso del presente desde el umbral invisible de la realidad.

– Dr. Graciliano, ¿cómo comenzó a forjarse su carrera?

– «Nací en lo más profundo de La Prueba, un rincón montañoso del municipio santiaguero de Songo-La Maya. Antes de ser médico, trabajé como electromédico en Santiago de Cuba. A los 23 años decidí ingresar a la universidad. Fue entonces cuando me uní al Programa del Médico de la Familia, que en 1984 empezaba a cobrar fuerza. Recuerdo aquellos primeros días en Guisa, en la provincia de Granma, donde estuve en un consultorio rural. Estábamos en un terreno aún poco explorado, pero sabíamos que lo que hacíamos era histórico.»

– Su labor en la Cruz Roja y en varios policlínicos de Santiago de Cuba es bien conocida. ¿Qué recuerdos guarda de esos años de servicio?

– «La Cruz Roja fue una escuela. Ahí, en el Policlínico “Armando García”, el Municipal, y en el Departamento de la Cruz Roja en Santiago, creció en mí una visión más profunda de la medicina, de la prevención, de la educación a la población. Pero, sobre todo, me enseñó que la salud es un acto colectivo. Trabajamos para formar no solo médicos, sino también seres humanos que pudieran trascender.»

– Usted fue parte de las misiones emblemáticas de la brigada “Henry Reeve”, enfrentándose al ébola en África, al huracán Matthew en Haití y a la COVID-19 en Italia.

– «Lo que realmente me llena no es el honor, sino el saber que pude ser útil. Mi trabajo en lugares tan remotos —ya fuera en Cuba, en Bolivia, en Haití, en Alemania (impartiendo conferencias acerca de la experiencia cubana contra el ébola), o en Italia— eran parte de algo mucho mayor. No importaba si estábamos en un rincón de África o en una ciudad europea; el compromiso era igual. Cada lugar donde estuve me transformó. Cada labor me permitió crecer en el orden humano y como especialista de Primer Grado en Medicina General Integral.»

– ¿Cómo logró mantener la calma y la determinación en situaciones extremas como las que vivió en el ébola o en la COVID-19?

– «Lo que me daba fuerza era saber que estaba allí por algo más grande que yo mismo. No podía rendirme. No podía fallar. En momentos de duda, pensaba que, cuando uno se compromete con algo tan trascendental, el miedo simplemente no tiene espacio. Claro, el trabajo en equipo y la preparación que nos daban nos ofrecían herramientas para seguir adelante. Mi familia me ha entendido siempre: mi esposa, mi madre, mis hermanos, mis cuatro hijas.»

– A lo largo de su vida, recibió cientos de estímulos, medallas, condecoraciones, incluso un automóvil en 2019. ¿Qué mensaje le dejaría a las nuevas generaciones de médicos y profesionales de la salud que lo tienen como referente?

– «Siempre traté de hacer mi trabajo lo mejor posible, sin pensar en qué recibiría a cambio. Ver que los jóvenes médicos siguen adelante con los mismos valores y principios que traté de transmitir es lo más valioso. Les diría que nunca dejen de aprender y que mantengan viva la vocación de servicio, porque eso es lo que distingue a un verdadero médico. Aunque el camino sea difícil, aunque parezca que no hay fuerzas, recuerden siempre por qué comenzaron. La solidaridad internacional no es negociable. Allí donde haya sufrimiento, allí deben estar. Porque la medicina no tiene fronteras.»

– ¿Qué significa para usted que haya un policlínico, una Cátedra Honorífica y una distinción que lleven su nombre?

– «Estoy agradecido. Mi legado no está en el reconocimiento, sino en la continuidad de la labor. Dediqué toda mi vida a la medicina. No lo hice para recibir algo a cambio, lo hice porque era mi deber. Pero si mi nombre puede servir de inspiración, entonces mi vida y mi trabajo tuvieron sentido.»

El aire parecía tornarse más denso. Nuestra conversación terminaba. Había sucedido junto al busto erigido en su honor. Las palmeras del fondo comenzaban a encenderse de un verde más profundo, y las flores que lo rodeaban, de un rojo tan intenso que dolía mirarlas, como si el sol no pudiera negarse a alguien que se convirtió en luz.

Dentro del policlínico, algunos aseguraban sentir el perfume que él solía llevar. Una enfermera juraba haber visto su sombra pasando por la sala de urgencias, y un niño en consulta insistía en que “el doctor invisible” le había curado el susto. Los más viejos del barrio aseguran que no es coincidencia, que son señales.

Así sigue el Dr. Graciliano: sin ausencias definitivas, sin despedidas absolutas. Basta con que alguien pronuncie su nombre con fe, y allí estará: tomando el pulso a la esperanza, diagnosticando espíritus, y dejando en cada rincón un eco de vida donde otros… solo ven silencio.

Por Mylenys Torres Labrada.

Voces del Henry Reeve (X). Dr. Ronald Hernández Torres: Médico y narrador de la lucha cubana contra el ébola

La noche de octubre de 2014 en la que una brigada “Henry Reeve” partió hacia Liberia, desde el Aeropuerto Internacional “José Martí” de La Habana, quedará marcada para siempre en la memoria de esta periodista. Cuba respondía al llamado de Ban Ki-Moon, Secretario General de la ONU en aquel entonces, y de Margaret Chan, directora en ese momento de la Organización Mundial de la Salud (OMS), ante la amenaza incontrolable del ébola. A la izquierda de la escalerilla, el General de Ejército Raúl Castro y otros altos dirigentes ofrecían palabras de aliento a aquellos hombres que se embarcaban hacia lo desconocido.

Ronald Hernández Torres era uno de los ‘fortachones’ serenos y cálidos que ascendían. Sin detenerse, me lanzó una promesa que se quedó flotando en el aire de su derecha: «¡Nos vemos al regreso!». Y así fue. Cruzó mares, cielos y continentes. Y de vuelta trajo una historia auténtica que merece ser contada:

– Enfrentar una enfermedad tan letal, ¿qué desafíos entrañaba?

«El ébola era un enemigo brutal y silencioso. Su mortalidad era un fantasma imparable que devoraba vidas. El sistema de salud de Liberia estaba colapsado. El hospital en la capital Monrovia, la última esperanza de tantos, había sido cerrado, pues casi todo su personal había sucumbido al virus. Tuvimos que resucitarlo, reconstruirlo, convertirlo en un refugio de vida en medio del miedo. Cuba nos preparó bien. Estuvimos semanas en la Unidad Central de Cooperación Médica, en el Instituto de Medicina “Pedro Kourí”, y en otras instituciones. Frente a nosotros, estuvieron los mejores especialistas, apoyados por la OMS.

Pero la incertidumbre que vivíamos era indescriptible. No la exteriorizábamos, pero la sentíamos. Por eso nos cuidábamos hasta en el más mínimo detalle. Nos vestíamos frente al espejo, bajo la mirada atenta de otros compañeros. Cada movimiento y cada gesto estaban marcados por la muerte que acechaba. El protocolo de desvestirse al salir de la unidad era también, más que una obligación: un acto de supervivencia. El riesgo de contagiarnos estaba latente, pero nunca vacilamos. La vida de los pacientes
estaba en nuestras manos. Cada segundo contaba.

Los pacientes en estado terminal sangraban por todos los orificios posibles, recuerdo que en una ocasión ingresamos a una musulmana, alta, muy elegante, con los ojos verdes como único signo de su identidad. Al día siguiente, la muerte nos la arrebató y fue terrible la forma en que lo hizo.»

– Todos le reconocen como médico, pero en Liberia también se convirtió en narrador de la lucha contra el ébola. ¿Cómo surgió esa doble misión?

– «Como a los diez días de estar en Liberia, una periodista italiana me preguntó si era cierto que había cubanos enfrentando el ébola en África. Fue entonces cuando entendí que nuestra historia debía salir del silencio. Nadie, en ninguna parte del mundo, podía imaginar lo que vivíamos nosotros y las brigadas que permanecían en Sierra Leona y Guinea Conakry. Comencé a escribir en mis redes sociales mis relatos, que fueron publicados en Cubadebate y otros medios. Después de mi jornada con los enfermos, echaba a un lado el cansancio y me dedicaba a reportar el acontecer de la brigada, y compartía fotos para que sus familias en Cuba pudieran ver lo que estábamos viviendo.»

– El 7 de enero del 2015, por ejemplo, compartió en su página de Facebook: «Esto es tan emocionante que no importan las malas noches, ni el peligro al contagio. Hoy más que nunca nos sentimos orgullosos de ser profesionales de la salud y estar aquí ayudando a este pueblo. Con mirar la alegría de esos rostros y saber por qué, es suficiente».

«Ese fue un mensaje en el que daba a conocer que ocho pacientes aquejados con el virus del ébola, ingresados en la Unidad de Tratamiento, habían sido dados de alta. Era una recompensa al trabajo que realizábamos los 53 profesionales cubanos de la salud que laborábamos en esa unidad, y también para los galenos de otros países que luchaban contra esta epidemia junto a nosotros. Era una alegría compartida por todos en la unidad, en un día en el que como es habitual, desde muy temprano, los enfermeros preparaban el medicamento para cada paciente y todos nos disponíamos a salvar vidas.»

– ¿Qué repercusión tuvo su voz a nivel internacional?

«Recibí mensajes de todo el mundo. Muchos me dijeron que nuestras historias les habían abierto los ojos. Cuba no solo enviaba médicos; enviaba un ejemplo de valentía, ante el horror de aquel mal. Contar nuestra verdad rompió prejuicios y mostró la preparación de nuestra brigada. Al regresar, me nombraron Miembro de Honor de la Unión de Periodistas de Cuba (UPEC).»

– ¿Cómo reaccionaron las autoridades de Liberia ante el desempeño de ustedes?

«El 16 de marzo del 2015 las autoridades liberianas, junto con representantes de la ONU y la OMS, rindieron homenaje a la Brigada Médica Cubana “Henry Reeve”. Liberia llevaba ya 18 días sin nuevos casos de ébola, un indicio de esperanza en medio del terror. La brigada cubana había salvado más de 50 vidas y realizado más de 6,000 procedimientos médicos en la Unidad No. 1 de Tratamiento del ébola en Monrovia. La ministra de Salud de Liberia, con lágrimas en los ojos, expresó: Ustedes demostraron que son verdaderos amigos. Fue un homenaje no solo a nosotros, sino a la esperanza misma.»

– ¿Qué significa para Ud. ser parte de esa brigada y haber contado su historia?

«Pertenecer a la Brigada “Henry Reeve” es un honor que permanece en el alma. El combate al ébola cambió no solo la vida de los liberianos, sino también la visión del mundo sobre Cuba. Incluso figuras como el exsecretario de Estado de EE. UU. John Kerry, reconocieron la magnitud de nuestra misión, al decir que Cuba “pegaba muy por encima de su propio peso”. El que sabe un poquito de boxeo sabe qué significa eso.»

– Ha cumplido otras misiones. ¿Cómo le ha afectado estar lejos de su familia tanto tiempo?

«He cumplido cinco misiones internacionalistas: en Honduras, Venezuela, Liberia y Brasil. Estar lejos de la familia tiene un precio altísimo. Perdí los mejores años con mis hijos, y dejé de estar con mis padres y hermanos. No me arrepiento porque me entendieron siempre, y fue y es un motivo de orgullo para ellos. Cada generación tiene un momento histórico que vivir. Nosotros no luchamos en la Sierra Maestra ni en Girón pero las misiones internacionalistas son la máxima expresión de humanismo y de solidaridad. Hoy soy director de la Empresa Unidad Estatal Básica Mayorista de Medicamentos (EMCOMED) en Las Tunas.»

La imagen de Ronald despidiéndose en la escalerilla del avión sigue viva en mi memoria. Ese adiós no solo marcaba su partida, sino un pacto con lo mejor del ser humano. Ronald salvó vidas en África; y se convirtió en una voz que llevó al mundo el pulso de Cuba. Su historia es un recordatorio eterno de que la verdadera grandeza no se mide en poder ni riquezas, sino en el compromiso desinteresado con los demás, incluso, en las circunstancias más oscuras.

Por: Mylenys Torres Labrada.

Voces del Henry Reeve (IX). Dra. Yaquelin Piñeiro González: volver a la vida para salvarla otra vez

Yaquelin Piñeiro González nació en Manzanillo, pero vive en Bayamo, en la provincia oriental de Granma donde ejerce como ginecobstetra. Su vida parecía transcurrir entre consultas y bebés, hasta que un día la urgencia del mundo la llevó mucho más lejos: a Sudáfrica, con el Contingente Internacional “Henry Reeve”, en plena pandemia de la COVID-19. Fue allí donde el destino le esperó con la más dura de las batallas.

Pasó de estar del lado de quienes curan al de quienes luchan por sobrevivir: se contagió, estuvo en terapia intensiva, se debatió entre la vida y la muerte. Pero volvió. Y cuando recuperó el aire y la fuerza, decidió otra vez vestirse de médica, no para cuidarse a sí misma, sino para cuidar a los demás.

– Cuando escuchaste el llamado del Contingente “Henry Reeve” en plena pandemia, ¿qué pasó por tu mente y tu corazón?

«No lo pensé dos veces. Había estudiado inglés para ir a una misión en un país con ese idioma y, aunque el escenario cambió con la llegada de la COVID, el compromiso era el mismo: estar donde más me necesitaran».

– ¿Qué sentiste al poner un pie en Sudáfrica, después de aquel vuelo largo y de tantas incertidumbres?

«Fueron más de 16 horas de viaje. La llegada respondía a una solicitud hecha por el Excmo. Presidente Cyril Ramaphosa al Excmo. Presidente de Cuba, Miguel Díaz Canel Bermúdez. Y fue el mismo mandatario quien nos dió la bienvenida aquel lunes 27 de abril de 2020 en la capital Pretoria. Éramos 217 especialistas y trabajadores cubanos de la salud que ayudaríamos a contener la propagación de la pandemia de COVID-19 en las diferentes provincias de Sudáfrica. En la brigada había expertos en los campos de
epidemiología, bioestadística y salud pública; médicos de familia para guiar las intervenciones a través de pruebas puerta a puerta y ayudar a los trabajadores locales en la promoción y la vigilancia de enfermedades a nivel comunitario; ingenieros de tecnología de la salud para ayudar a mantener el inventario, despliegue y reparación de equipos médicos viejos; y expertos para proporcionar asistencia técnica, trabajando con expertos nativos».

– Cuidando enfermos, te contagiaste. ¿Cómo recuerdas ese momento?

«Me tocó vivir la parte más dura de la misión: pasar de ser quien cura, a ser la paciente. Estuve en terapia intensiva, luego vino la
rehabilitación para poder volver a respirar sin dificultad. Fue como volver a aprender la vida».

– Y aún así regresaste a salvar… ¿de dónde sacaste esa fuerza?

«Del amor por mi profesión, de mi familia que siempre me apoya, de mis vecinos que me despiden y me reciben como si fuera una hija de todos. Y del compromiso con Cuba y con la humanidad».

– Después de esa experiencia, ¿cómo ves hoy tu trabajo diario en el policlínico?

«Sigo como ginecobstetra en el Policlínico “Jimmy Hirzel”, en Bayamo. El programa materno infantil es vital para la salud del país: de nuestras gestantes depende el futuro. Es un trabajo fuerte, detallado, pero hermoso. Cada consulta es también un acto de amor».

– ¿Qué le dirías a quien cree que no vale la pena tanto sacrificio?

«Les diría que nada se compara con salvar una vida, con ver a un niño nacer sano, con acompañar a una madre en sus miedos y alegrías, con sentir que tu esfuerzo es parte de algo más grande. Ahí está el sentido de todo».

Por: Mylenys Torres Labrada.

Voces del Henry Reeve (VIII). Dra. Yoandra Muro: la brújula de la entrega

Hay mujeres cuyo estado natural es inspirar. En ellas, la fuerza no se anuncia: se ejerce. Así ocurre con Yoandra Muro Valle, quien, siendo muy joven, ya marcaba caminos. Fue dirigente de la FEU y, a los 27 años, asumió la conducción de la brigada médica cubana en Guatemala. Más tarde también dirigió la de Bolivia, y ocupó, entre otras responsabilidades, la de rectora durante cinco años de la Escuela Latinoamericana de Medicina (ELAN).

De esa muchacha que hablaba en nombre de sus compañeros universitarios a la mujer que hoy dirige la Universidad de Ciencias Médicas de La Habana (UCMH), media un mismo espíritu: la certeza de que servir y guiar son actos inseparables.

Con esa convicción, y una dulzura sempiterna, acepta el reto de volver sobre su historia. Hablar del Contingente “Henry Reeve” y hablar de Fidel Castro la levantan por dentro, como si la pasión la encendiera de golpe.

Su mente guarda con especial cariño un fragmento de 2005, en Guatemala: la tormenta Stan había dejado miles de muertos.

«Cuando comunicamos a Cuba la situación, Fidel nos llamó y nos dijo que fuéramos al Ministerio de Salud de ese país a ofrecer ayuda cubana. En menos de 48 horas llegaron los primeros cien médicos. Era complicado, porque el país no estaba preparado para algo así, pero él insistió: ‘Vamos a ayudar, sin ser una carga’. Un tiempo después, el jefe de la brigada tuvo que partir a Pakistán, y el propio Comandante me dio la tarea de asumir también la dirección de la brigada enviada del “Henry Reeve”.»

– ¿Qué hizo que aquella misión fuera inolvidable para usted?

«Cada detalle, cada preparación. Fidel pensaba en todo: nos sugirió preparar mochilas con lo imprescindible para resistir quince días o un mes en comunidades incomunicadas, calculaba calorías, sacos de dormir, alimentos resistentes… incluso nos decía qué comprar y cómo organizarlo. Recuerdo haber sentido esa sensación de que, a miles de kilómetros, alguien como él, con tantos deberes y tantas preocupaciones, se ocupaba de nosotros con un cuidado extraordinario.»

– Hay muchas anécdotas de cómo se mantenía la cercanía con él que son verdaderas lecciones de grandeza humana…

«Así es, nos seguía por los mapas, nos orientaba sobre carreteras interrumpidas, se aseguró de que tuviéramos teléfonos satelitales para comunicarnos con nuestras familias… En la transmisión en vivo de una Mesa Redonda que condujo junto a Randy Alonso, percibió que no respondí al instante una de sus muchas interrogantes, y cambió de tema, como para no presionarme demasiado, como para seguir siendo ese líder cercano y caballeroso que escuchaba con respeto, como si cada palabra nuestra
importara.»

– Y al ser convocada para viajar a Bolivia en 2017, en lo que sería su segunda misión, vivió momentos muy distintos, donde la experiencia acumulada resultó clave…

«Sí, Bolivia fue otro escenario, con sus propias complejidades en medio de las cuales me aportó mucho lo vivido en tiempos de la “Henry Reeve” en Guatemala. Allí ya existía una colaboración médica consolidada desde hacía más de una década, con colegas distribuidos en decenas de hospitales y centros de salud. Proyectos como la Operación Milagro habían devuelto la visión a miles de personas, incluso de países vecinos.

Pero el contexto político comenzó a tensarse. A diferencia de otras misiones, esta vez sentimos una hostilidad que no venía del pueblo —que siempre nos brindó afecto y respeto—, sino de ciertos sectores empeñados en desacreditar nuestro trabajo. Se vivía un clima difícil. En el último año, ante huelgas del personal médico local, asumimos responsabilidades  adicionales, cubriendo servicios en medio de una creciente campaña de difamación.

Fue duro. Hay cosas que duelen todavía: pasar de ser médicos a ser vistos como sospechosos, señalados por causas que nada tenían que ver con nuestra vocación. Acostarte con la tranquilidad del deber cumplido y despertarte bajo una acusación infame, eso no se olvida.

Y sin embargo, también allí vivimos lo más hermoso de la solidaridad cubana. Nos cuidamos unos a otros, resistimos juntos. El acompañamiento de nuestro gobierno fue constante, no nos faltó la voz ni la mano de Cuba. Lo que quedó en Bolivia fue la historia de una brigada firme, unida, que salvó vidas, que llevó luz a los ojos de tantos, y que se mantuvo con dignidad en medio de la tormenta.»

– Después de tantas historias vividas, ¿qué representa para usted el “Henry Reeve»?

«Es una experiencia imprescindible en mi memoria. Son relatos y enseñanzas que le contaré siempre a mi hija Camila, y a cada joven que ayude a formar, para que sepan que servir también significa cuidar los pequeños detalles.»

Por: Mylenys Torres Labrada.

Voces del Henry Reeve (VII). El primer médico cubano que curó en La Higuera

El destino suele escribir con tinta inesperada: a veces con lodo de huracán, otras con polvo de montaña. Así se trazó el camino del Dr. Lázaro Casimiro Izquierdo Machín, hasta convertirlo en el primer médico cubano en La Higuera, el caserío donde la historia quedó detenida con la muerte del Che Guevara.

En 2005 había estado en Guatemala, enfrentando el desastre del huracán Stan. Allí, entre derrumbes y aguas embravecidas, una brigada del recién fundado Contingente Henry Reeve se estrenaba salvando vidas, y Lázaro era parte de ella. Ya eso constituía un orgullo inmenso para aquel joven médico habanero, moreno y humilde, que se abrió paso entre sacrificios hasta alcanzar su título. Pero la vida le tenía reservada una honra mayor.

Solo unos meses después, tras la toma de posesión del presidente Evo Morales, Bolivia sufrió lluvias torrenciales, desbordamientos de ríos y derrumbes. El país pidió ayuda a Cuba, y junto a más de un centenar de médicos, Lázaro se adentró por aquellos caminos serpenteantes tan estrechos… que parecían colgar del aire, desafiando al abismo. Fue así como llegó a los Valles Cruceños, al municipio de Pucará, en la provincia de Vallegrande.

La noticia inesperada

Una vez en Vallegrande, la dirección de la misión le comunicó que, por orientación del propio presidente Evo Morales, se abriría un puesto médico en La Higuera. Y el designado para inaugurarlo sería él.

Había crecido bajo el lema de “Seremos como el Che”, lo practicaba en cada gesto de entrega al paciente. Pero, ¿cómo asimilar que sería el primero en llevar bata blanca al lugar donde la historia aún susurraba el nombre del guerrillero? Fue un privilegio que al inicio parecía irreal, pero pronto se convirtió en un compromiso inmenso. Aceptó la misión esa misma tarde, sin vacilar.

El viaje no fue sencillo, pero todo valía la pena. Al día siguiente, junto a otros compañeros de la brigada y pobladores de La Higuera,  comenzó la habilitación del lugar donde funcionaría la consulta.

El 14 de junio de 2006, día del natalicio del Che, y con la presencia de Evo Morales, Álvaro García Linera y la jefatura de la misión, se inauguró oficialmente el primer puesto médico cubano en La Higuera. Y con ello, comenzaba una historia que merece ser contada:

– Doctor, ¿cómo fue aquel primer día en La Higuera?

«Fue algo indescriptible. La Higuera tenía apenas 150 habitantes y desde ese pequeño consultorio atendíamos a diez comunidades rurales, las mismas por las que había transitado el Che en su travesía. Sentí que estaba uniendo dos símbolos: la memoria de lucha y sacrificio del Che, y la vida y la salud que Cuba podía ofrecer a ese pueblo.»

– ¿Cómo era el trabajo con la comunidad?

«Muy humano. Era un pueblo de gente pobre y generosa, que me miraba asombrada: nunca habían tenido un médico, mucho menos un cubano. Yo hacía mucha labor en el terreno. Me integré a las escuelitas, donde los maestros me brindaban facilidades, me cedían espacio para consultas y charlas de educación sanitaria. Algo que recuerdo con especial cariño es que cuando terminaba mi labor en una comunidad y debía ir a otra, los maestros les encargaban a los  propios niños que fueran mis guías. Ellos conocían cada vereda, cada obstáculo del camino, y me llevaban con alegría. Jamás sucedió algún problema. Eso fue profundamente conmovedor.»

«Las familias no hallaban cómo agradecerles a Cuba haber colocado allí a uno de sus hijos, a veces se  desprendían de lo poco que tenían. Hubo noches que comíamos sentados en el piso, compartiendo su pan y su afecto. Lo hacían con la ternura más sincera. Así se creó una relación entrañable entre médicos, maestros y niños.»

– ¿Compartió ese trabajo con otros médicos cubanos?

«Sí. Cuando un colega se destacaba en otra zona, lo enviaban a trabajar conmigo en dúo. Así compartíamos experiencias, recorríamos juntos las comunidades y reforzábamos la atención médica. La gente siempre nos recibió con gratitud y cariño.»

– ¿Recuerda alguna experiencia fuera de las consultas, relacionada con su misión en Bolivia?

«Sí, una muy especial. Estando en La Higuera fui invitado al Congreso de la Organización de Pioneros José Martí, celebrado en el Palacio de Convenciones en La Habana. Viajé desde Bolivia con el deseo inmenso de contarles a los niños cubanos lo que estaba viviendo en aquel lugar donde el Che pasó a ser mito, leyenda. Sentí que era como cerrar un círculo: podía transmitirle a los pioneros la emoción de estar donde él entregó su vida.»

– ¿Cuánto tiempo permaneció en Bolivia y cómo continuó su camino internacionalista?

«Me quedé hasta abril de 2008. Luego regresé a Cuba y trabajé en el Policlínico Boyeros. En 2014 fui a Sudáfrica, donde permanecí tres años en la provincia del Cabo Oriental. Más tarde cumplí misión en Surinam, entre 2019 y 2021.»

– ¿Y hoy dónde ejerce?

«Desde hace tres años soy coordinador municipal del Programa de Pie Diabético en Boyeros. Es un trabajo que me satisface mucho. Y sigo dispuesto a partir a cualquier misión que mi país necesite.»

En La Higuera, donde la muerte del Che marcó para siempre la memoria de un pueblo, un médico cubano inauguró un nuevo capítulo de vida. Con bata blanca en lugar de uniforme verde olivo, donde un día se apagó una historia de lucha Lázaro Casimiro Izquierdo Machín encendió una llama de esperanza, bajo el espíritu del Contingente “Henry Reeve”.

Por: Mylenys Torres Labrada

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