Jorge del Monte tiene 38 años, pero habla como si cargara siglos de historias. Nació en un pequeño pueblo de la provincia cubana de Matanzas que no es un sitio que se visite: es un sitio que se recuerda, aunque uno nunca haya estado allí. Las casas parecen mirar con paciencia infinita el paso de los días. Hay gallos que cantan fuera de hora, perros que se creen filósofos y niños que corren detrás de un balón desinflado como si persiguieran el porvenir.
Pero desde que se graduó en 2012, no ha dormido siempre en Calimete. Tenía apenas veintiséis años cuando se montó en un avión rumbo a Venezuela y fue a parar a una comunidad llamada Cantaura, en el estado de Anzoátegui.
“Allí la gente nos prefería porque los cubanos los escuchábamos”, recuerda. “Nos quedábamos después del diagnóstico, compartíamos el café, la historia, la vida.”
De esos años guarda en la memoria el olor de los caminos polvorientos rumbo a atender a la población indígena en los lugares más alejados de la ciudad. Fue también donde conoció los primeros brotes de Zika y Chikungunya, cuando la enfermedad se metía por las rendijas del miedo y había que salir a pelear con más voluntad que recursos.
Luego de recibir los cursos básicos y superiores de cuadros, asumió como Coordinador del Área de Salud Integral Comunitaria (ASIC) en la zona roja de San José, en la ciudad de “El Tigre”, Municipio Simón Rodríguez, y luego como asesor docente asistencial del ASIC Antiguo Hospital.
Después vino la COVID, ese monstruo invisible que cambió el planeta. Cuando nadie sabía muy bien qué hacer, Jorge fue uno de los primeros en recibir a los pacientes que regresaban del extranjero. “Eran quince días de incertidumbre”, cuenta, “pero cada noche, a las nueve, los enfermos salían a aplaudirnos. No había vacuna ni cura, pero había gratitud, y eso también sana.”
El centro donde trabajaba estaba a menos de ochocientos metros del sitio donde el Héroe Nacional de Cuba José Martí, siendo un niño, escribió su primera carta a su madre. “Allí, entre mascarillas y aislamiento, sentíamos que hacíamos historia.” Y tal vez era verdad.
Ese mismo año, el nombre de Jorge del Monte Azcuy apareció en una lista: Contingente Henry Reeve, destino México. Esta vez trabajaría con las Fuerzas Armadas Mexicanas en sus hospitales habilitados para los casos positivos. Su localización fue en el Distrito Federal, en el Campo 1, Naucalpan de Juárez. “Vi morir personas, pero también vi a muchas volver a respirar”, dice con la serenidad de quien ya no necesita adornos para la verdad. Una noche, un anciano con la saturación en ochenta y seis le apretó la mano durante dos horas. “No quería que se sintiera solo”, recuerda. “Y sobrevivió.”
Cuando una doctora mexicana le dijo que los cubanos eran “los mejores médicos del mundo”, Jorge no lo tomó como un halago, sino como una responsabilidad.
Regresó a Cuba en 2021, cuando el virus aún rugía. Fue enviado a Pinar del Río, al municipio de Mantua, donde la pandemia parecía no tener fin. Su brigada logró reducir la morbilidad en apenas un mes. “El pueblo nos premiaba con su cariño”, dice.
Pero su voluntad de curar por el mundo hizo una nueva alianza con ese viejo conspirador que es el destino. En octubre de 2023 le encomendaron otra misión: Haití, el país de los contrastes y las cicatrices. Cuenta que allí el Dr. Efrén Acosta Damas (jefe de la misión médica cubana) le dio la tarea de inaugurar el primer Consultorio Comunitario del país, con acceso gratuito y pesquisa profunda y continuada de la población atendida.
Y es en él donde Jorge ha levantado su pequeño bastión de esperanza, en medio de una tierra donde una persona no ve riesgos en irse a su faena aun teniendo solo nueve gramos de hemoglobina, o donde la malaria o el cólera son vecinos cotidianos.
“Una vez atendí a un hombre que llevaba semanas con fiebre tifoidea”, cuenta. “No quería dejar de trabajar porque, de lo contrario, su familia no comía.” Historias así le enseñaron que curar en Haití es un acto de resistencia. Los consultorios cubanos comenzaron a multiplicarse por el país, mapeando enfermedades, previniendo brotes y enseñando que la salud también puede ser un acto colectivo. “Es un esfuerzo grande”, sentencia, “no solo trabajo, sino conocimiento y corazón.”
A los 38 años, con tres misiones internacionales y una medalla que guarda más silencio que brillo, Jorge del Monte sigue dispuesto a partir cuando lo llamen.
Si le preguntan de dónde viene tanta fuerza, Jorge sonríe. Quizás todo lo que ha hecho —en Venezuela, en México, en Cuba, en Haití— no sea más que una manera de devolverle al mundo la ternura con que aquel pequeño pueblo lo vio crecer y donde le espera hoy el cariño de sus padres y su hija. Y por eso nunca va a dejar de ser el médico que acude al llamado del mundo, cura y regresa a Calimete.
Por: Milenys Torres Labrada

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Lo conocí cuando se preparaba para partir hacia Guinea Conakry. Estaba a punto de embarcarse y su rostro no mostraba miedo. En 2016, nuestros caminos se cruzaron nuevamente (también a cuentas del Contingente “Henry Reeve”), esta vez a bordo de un avión rumbo a Haití, junto a otros 37 especialistas cubanos que apoyarían a esa isla tras el paso del huracán Matthew. Yo aprovechaba el vuelo haciendo entrevistas para mi TV Cubana; algunos de sus colegas fingían dormir para esquivar el micrófono y la cámara. Pero Graciliano no.





